miércoles, 14 de mayo de 2008

AMÉN




La maté. No me costó mucho, más de tres veces no lo pensé, tenía que pasar.Esto no se lo he contado a nadie, sin embargo necesito desahogarme y dejar registro de mi experiencia, por muy poco verosímil que esta sea.
Yo conocí a la Amanda hace tres años en la universidad. Ella iba un curso más abajo que yo y me habían llegado rumores de que era la mejor alumna de ingeniería de su nivel. Pronto se perfilaría como la promesa de la universidad Católica en esta área.El centro de alumnos de la facultad organizó una fiesta inaugural para conocernos y darnos la bienvenida al nuevo año académico, una ocación especial para pasarlo bien y conocer gente nueva.Esa noche, por primera vez conocí el amor a primera vista. Era alta, un poco más baja que yo, delgada y con el pelo color canela hasta los hombros.Enseguida, ávido y con gran nerviosismo la saludé con el pretexto de haberla confundido. Ella se rió y no parámos de hablar hasta pasadas las tres de la mañana.
El lunes almorzámos juntos, ella me ayudó en unas ecuaciones diferenciales y pronto estaríamos riéndo al comprobar la facilidad de estas.El martes fue parecido y el miércoles nos besamos. Lo recuerdo tal cual.La locuacidad de ambos alimentaba vastamente la relación de amigos y algo más que llevábamos. Esa mujer me encantaba, de eso estaba seguro.A los nueve días luego de nuestro primer beso formalizamos la relación, hicimos el amor, sí, el amor, y para entonces ya sabría que era el amor de mi vida.Era todo maravilloso, amábamos las tardes tirados en el pasto presenciando una carrera de nubes, al más puro estilo de la fórmula 1, pero en cámara lenta. Devorábamos con alborozo las papas fritas de la señora Inés, hacíamos ejercicios matemáticos para entretenernos, el primero que daba con el resultado recibía un beso del otro. Todos los jueves veíamos películas en el centro de extensión de nuestra casa de estudios, luego salíamos y nos refugiábamos en el metro buscando calor.Con ese ritmo la idea de llegar al altar junto a ella me visitaba en cada momento. Lo conversámos a la hora de once en su casa; claro, no fue nada romántico decirle -Oye, ¿qué te parece si nos casamos? -, no saben cuánto odié esa frase, sin embargo nos ayudó para ver los pro y los contra de la propuesta.Entoces la Amanda llamó a su mamá y a sus hermanos -su padre había fallecido cuando ella tenía sólo cinco años-, y con una gran sonrisa les informó que nos casábamos en un mes más. Yo, con un evidente estupor sólo atiné a sonreír, esa mujer me tenía loco, y parecía que la locura era recíproca.
Nuestros padres no lo podían creer, consideraban que estábamos demasiado apresurados, nosotros, sólo enamorados. No obstante, nos apoyaron en todo y cada uno contribuyó lo necesario para el evento.No queríamos algo muy pretencioso, lo justo y necesario, una ceremonia para la familia bastaría para llevar a cabo nuestra unión ante los ojos del Señor.Amanda se encargó de reservar en la Iglesia la Viñita, de Recoleta, barrio de ambos. Compartíamos la formación cristiana, por lo que era importante asegurar una serie de cosas de este ámbito, como localizar al padre Mario para que presidiera la misa, y otro tipo de nimiedades, como diría mi padre.
Llegado el día una profunda felicidad me invadió. Cumpliría el sueño de cualquier persona, casarme con la mujer que amaba era algo que creía, sucedería a los treinta y tantos, sin embargo tuve suerte -sí, la tuve-, porque la encontré a temprana edad.El clásico vestido albo se le veía como a ninguna, caminaba segura, decidida, me encantaba. Yo, con un perfecto traje gris marengo la esperaba en el ara, ansioso.El padre Mario procedió con el discurso de rigor, luego del sí de Amanda, un abismal júbilo me penetró. Entonces vino mi turno, y el cura dijo una frase que jamás se me olvidó, y vaya cuánta importancia tuvo. -Los declaro marido y mujer, hasta que la muerte los separe -sentenció.-Amén -dijimos todos.



*


Con el paso del tiempo lo descubrí, una de las tantas cosas que me seducía de Amanda, era la capacidad de hablar cualquier tema con ella. Desde las cosas más fútiles hasta las que causaban controversia entre nosotros. Es por eso que más tarde recordé algo que ella me había dicho y a mí me había parecido extraño, demasiado. Todo se dio cuando fuimos a la Feria del Libro que estaba en la Estación Mapocho; luego de visitar los diferentes stand de ciencias matemáticas, la Amanda fue corriendo a revisar unos libros de una editorial famosa por abordar temas esotéricos. La señorita a cargo le explicaba algo correspondiente a la reencarnación, Amanda sin pudor cotizó el libro y se lo llevó.
Camino a casa conversábamos de eso, ella me explicaba un montón de cuestiones que yo dejaba pasar. Al verme distraído me dijo con mesura algo que para entonces sólo me provocó risa.-Yo me reencarnaría en un gato, Joaquín.Al mismo tiempo que mi sonrisa se formaba, pensaba en la paradoja que constituía lo que me había dicho. Una persona tan racional y amante de las matemáticas, que sólo se dejaba persuadir tras comprovaciones científicas -salvo en la creencia de Dios, inculcada por sus padres-, no podía estar diciendo lo que yo escuché. Qué ironía.
Y debo seguir, debo decirles que Amanda Tillería fue mi gran amor, el más intenso y profundo, y también el más cándido. Hasta ese día.Llevábamos un año y medio de casados, cuatro meses de gestación tenía nuestra bebé. Recibí una llamada a mi celular, era mi madre.Llorando, con la voz entrecortada me dijo eso: la Amandita estaba muerta.
Mi familia y la suya se preocuparon de la exequias, yo sólo fui el día del entierro. Junto al féretro incoorporé el primer chupete que le habíamos comprado a la que sería nuestra hija, y también, el libro más preciado por ella: su Baldor, el que la acompañaba desde primero medio.
El infeliz que las atropelló hoy está preso, y claro, si el muy hijo de puta conducía ebrio.
Un poco más de trescientos setenta días han pasado, y aquí estoy yo. Flemático.Y parece que lo asumí de una forma madura, el llanto había sido mezquino, la cuita potente. Sin embargo cavilé varios meses, el amor que había experimentado con Amanda había sido formidable, y nada debía opacar los recuerdos que tenía de ella. Así preferí verlo.Hoy estoy terminando la carrera, de más está decir que con cada ejercicio me acuerdo de ella, de los juegos que inventábamos al momento de estudiar. Su recuerdo sigue presente, pero sólo eso. Algunos pueden pensar que soy frío, lo sé, no obstante, el padre Mario había sido claro. Hasta que la muerte los separe.Y es acá donde viene la parte más inverosímil de esta narración. Podrán considerarme loco, no me importa, pero yo así lo creí, y no me arrepiento, ella lo dijo seria.
El doce de noviembre, justo para el cumpleaños número veintiséis de Amanda, dos gatitos estaban en el felpudo de mi casa. Mi mamá me explicó que los encontró en la puerta, aparentemente con hambre, eran hembras.Inmediatamente el recuerdo de mi amor sentada junto a mí en la micro, diciendome "yo me reencarnaría en un gato, Joaquín" me intimidó.
Ofrecí hacerme cargo de ellas. Mi mamá fue a comprar pan para tomar once.Yo, sin vacilar me llevé a la que se suponía era la gata madre. Le corté la cabeza, la guardé en una bolsa y al día siguiente la tiré al Mapocho.Para cuando mi mamá había llegado, le hice saber que una de las gatas se había ido, dejando así a su cría, a la que bauticé como Belén, el segundo nombre de Amanda.Sí, entiendo que me encasillen como enfermo de la cabeza, pero ya nada me sorprende, sólo creí en Amanda. Ustedes ya saben como dicen todos los curas, como dijo el padre Mario: Hasta que la muerte los separe. Amén.